Comentario
Mientras los gremios se mantenían a la defensiva, adquirieron progresivamente importancia las formas de organización capitalista, bien en los oficios libres -la impresión de libros es uno de los ejemplos característicos- o, muy señaladamente, en el mundo rural. No nos referimos, por supuesto, a los pequeños artesanos autónomos ni a los dedicados a la transformación de productos agrarios (elaboración de aguardiente o, en ciertos países, fabricación de malta para la industria cervecera, por ejemplo), sino a la producción de artículos de consumo destinados al comercio supracomarcal (nacional o internacional).
La ruralización de la industria conoció un vigoroso desarrollo al menos a partir del siglo XVII, pero se trataba, en realidad, de un fenómeno muy antiguo, como también lo era la forma mayoritariamente adoptada en su organización -de origen medieval, existía en ciertas zonas europeas con seguridad, afirma F. Braudel, desde la expansión del siglo XIII; en la Europa oriental, sin embargo, comenzaba a desarrollarse ahora-, denominada verlagssystem por la historiografía alemana, putting- out system por la inglesa y que en los idiomas latinos tiende a identificarse con la expresión más imprecisa de industria dispersa o industria a domicilio. Su funcionamiento, en esencia, se basaba en que un mercader-empresario (verleger en alemán: de ahí su nombre), procedente del mundo del comercio o, en menor medida, del artesanado (en este caso, solía ser de los especializados en las últimas fases de la producción) y auxiliado a veces por una red de intermediarios, proporcionaba materia prima y salario a diversos campesinos para que en sus propios domicilios, a tiempo parcial (durante los tiempos muertos de la agricultura) y con la participación de varios miembros de la familia, elaboraran determinados productos que, finalmente, el citado mercader recogía y comercializaba. El sistema, sin embargo, no era rígido y podía presentar variantes en función, por ejemplo, de la dedicación temporal de los aldeanos (había también artesanos a tiempo completo) o de su grado de dependencia con respecto al mercader-empresario: aquéllos que eran propietarios de los utensilios de trabajo disfrutaban de cierta autonomía (para trabajar en algún momento por cuenta propia, para negociar con varios mercaderes... ) de la que carecían quienes habían de arrendarlo, y a precios frecuentemente elevados, al verleger, a quien quedaban vinculados. De todas formas, la dependencia del artesano era deseada y buscada siempre por los mercaderes-empresarios; los préstamos y adelantos a los campesinos en momentos de dificultades constituyeron la vía más habitual para conseguirlo. El caso de artesanos rurales, propietarios de los instrumentos de trabajo y de la materia prima -se daba sobre todo cuando ésta era fácilmente accesible, como solía ocurrir con el lino y el cáñamo-, que vendían directamente el producto al mercader urbano o a algún intermediario suyo, rural o urbano, no suscita unanimidad entre los historiadores: para unos es una simple variante del verlagsystem, mientras otros lo individualizan y denominan con el término alemán kaufsystem (literalmente, sistema de compra). Debemos señalar, por último, que no era raro que los complejos procesos de elaboración de algunos productos requirieran de toda una cadena de artesanos rurales, ni que éstos efectuaran las tareas menos especializadas, quedando las de acabado para el personal más cualificado de los talleres urbanos.
El traslado al campo de la industria situaba a los mercaderes en posición ventajosa para competir con la producción gremial, al eludir las reglamentaciones y los altos salarios urbanos. Permitía, pues, experimentar e innovar en materias primas y calidades del producto, pudiendo responder con mayor agilidad que en el marco gremial a las necesidades y gustos cambiantes de la demanda (hay que advertir, no obstante, contra la tendencia a exagerar este aspecto: el ritmo de los cambios en el siglo XVIII era mucho más lento de lo que un lector de finales del siglo XX tiende a imaginar). Los costes de infraestructura, por otra parte, no solían ser elevados: el taller era casi siempre el propio domicilio del campesino; el instrumental, mediocre y de larga duración, y los posibles desembolsos necesarios para su renovación o sustitución por nuevos ingenios podían y solían desviarse hacia el trabajador, obligándole a su alquiler. Y los salarios eran extremadamente bajos, debido a la desprotección, dispersión y docilidad de la mano de obra, la consideración por parte de ésta del trabajo artesanal como actividad complementaria la alternativa, en cualquier caso, seria la inactividad o, quizá, la emigración temporal- y el frecuente y hasta mayoritario empleo de mujeres y niños. Y cuando los mercaderes se limitaban a comprar los productos acabados, eran también quienes fijaban los precios a su conveniencia.
Fue un fenómeno bastante generalizado, aunque no universal: "Europa no era una inmensa fábrica", dice gráficamente M. Garden. Lo encontramos, por ejemplo, en el Lancashire inglés y en Silesia, en los Países Bajos austriacos y en el Ulster, en la Francia del Norte y el Oeste y en Bohemia, en el valle del Po y en algunas zonas de Rusia, pero fue bastante débil en la mayor parte de la Europa mediterránea, en comarcas poco pobladas, en muchas zonas marítimas... La industria textil fue, con mucho, la más afectada (la mayor parte de los ejemplos citados se refieren a ella), pero se dio también en otras ramas, como la metalúrgica -cuchillerías y fábricas de armas y alfileres de Sheffield, Birmingham, Solingen, Lieja y Thiers, por ejemplo- o en la relojería inglesa y suiza. Su ámbito preferente, aunque no único, estuvo constituido por las zonas agrícolas poco fértiles, las áreas de montaña y ganaderas y los alrededores de ciertas ciudades, originándose auténticas "nebulosas industriales" -expresión acuñada por la historiografía francesa- a veces de considerables dimensiones. Unos 30 mercaderes de Langres y Nogent-en-Bassigny, por ejemplo, daban trabajo a más de 6.000 cuchilleros de diversos pueblos situados en un radio de varias decenas de kilómetros del entorno. En el ramo del textil se pueden citar casos aún más llamativos, como el de los más de 15.000 campesinos que en el entorno de Sedán trabajaban para los 25 negociantes de la ciudad.
Fenómeno predominantemente rural, afectó en ocasiones negativamente a la economía urbana. En Amberes, por ejemplo, los 7.500 artesanos del lino de mediados del siglo XVII se habían reducido a 700 en 1738. Pero no siempre fue así. Por lo pronto, era un sistema dirigido desde las ciudades, donde residían los mercaderes-comerciantes y desde donde se llevaba a cabo la comercialización, aprovechando muchas veces las redes comerciales creadas con anterioridad. Además, también penetró, ocasionalmente, en el mundo urbano. Preferentemente, en ciudades donde no había gremios o donde existían oficios libres. Verviers, en el principado de Lieja, es ejemplo casi obligado: fue no sólo cabeza (residía en la ciudad la veintena de mercaderes-fabricantes, de los que sobresalían siete u ocho) sino también, con más de 1.500 tejedores, tundidores y cardadores, notable eslabón de un vasto taller lanero (lana de origen español, por cierto) que sobrepasaba los límites del principado y se extendía por el Limburgo valón. Hubo también ciudades en que las reglamentaciones corporativistas no lograron impedir la acción de los mercaderes, que a veces contaron incluso con la complicidad de los propios dirigentes gremiales. En Lyon, por ejemplo, 300 o 400 fabricantes sederos (de los que medio centenar controlaban más de la mitad del negocio) daban trabajo en la segunda mitad del siglo a 7.000 tejedores, conocidos popularmente como canuts. Por último, y como hemos señalado, era frecuente la complementariedad entre el mundo rural y el urbano, donde podían realizarse las tareas de acabado, que precisaban de mayor capacitación técnica, solían estar mejor remuneradas y podían requerir mayores desembolsos de capital. En los Países Bajos austriacos los lienzos tejidos en el campo se terminaban, blanqueaban y teñían en Brujas, Courtrai, Roulers y Gante, ciudad esta última donde, además, se comercializaba más de la mitad de la producción. A veces, las tareas de acabado se realizaban de forma concentrada, en locales propiedad del mismo verleger, que se aseguraba así el control definitivo de la producción para proceder a su venta. El número de operarios que trabajaban en estos talleres era, sin embargo, reducido: en los casos más notables (en Verviers, por ejemplo) no sobrepasaban el 25 por 100 del total y la proporción era casi siempre sensiblemente menor.
El desarrollo de la industria rural dispersa en el siglo XVIII está en la base de la reciente formulación del concepto de protoindustrialización, que se aplica a un determinado período histórico (no anterior a mediados del siglo XVII), enmarca la producción industrial en un amplio contexto socioeconómico e indaga sobre su evolución futura. Difiere esencialmente, por lo tanto, del apelativo preindustrial con el que se alude genéricamente a la larga época anterior a la industrialización y a los diversos tipos de organización industrial en ella existentes y es, por otra parte, más amplio que el de verlagsystem, que designa un tipo concreto de organización.
Definido por Frederik Mendels (1972), matizado después por Peter Kriedte y otros historiadores, el modelo protoindustrial (cuya formulación ha sido un poderoso estímulo de la investigación en este campo en los últimos años) toma como punto de partida esa industria rural dispersa cuyas características acabamos de ver y a las que hay que añadir su influencia estimulante de la agricultura comercial, al precisar los campesinos-artesanos adquirir en el mercado parte de las subsistencias que no producían. Los rasgos definitorios se completan con una serie de hipótesis. El aumento de los ingresos de los campesinos-artesanos por su doble actividad habría permitido el adelanto de la edad de matrimonio, causante del aumento demográfico que abarataría la mano de obra y generaría el excedente necesario para la industrialización. La expansión de la industria rural terminaría por poner de manifiesto, en las últimas décadas del siglo, los límites del sistema: restringida capacidad de producción al estar condicionada a los resultados agrarios (los campesinos, cuya actividad prioritaria seguía siendo la agricultura, sólo tendían a aumentar aquélla los años de malas cosechas, reduciéndola cuando mejoraban); aumento de costes al dificultar la cada vez mayor dispersión geográfica el reparto de la materia prima -de cuyos supuestos o reales robos por parte de los campesinos se quejaban, además, con frecuencia los mercaderes- y la recogida del producto; desigual calidad de éste...
La superación de estas tensiones se realizaría mediante la innovación tecnológica y la concentración fabril. La protoindustria, que había supuesto la penetración del capital comercial en la esfera de la producción y había facilitado la acumulación de capitales en manos de terratenientes y mercaderes-empresarios con una notable experiencia en cuanto a organización industrial y comercio, daría paso al nuevo empresariado industrial, con sus capitales invertidos en fábricas mecanizadas y concentradas. Por otra parte, la especialización agraria propiciada o acelerada por la protoindustria llevaría a la consecución de excedentes agrarios y a la reducción de los precios de los alimentos. En resumen: la protoindustrialización habría constituido la primera fase del proceso de industrialización, contribuyendo decisivamente a los cambios esenciales en el uso de la tierra, la mano de obra, el capital y la iniciativa necesarios para la revolución industrial.
Las críticas al modelo, sin embargo, han sido numerosas y ni siquiera han perdonado el vocablo elegido para designarlo. Se señala, por ejemplo, que los rasgos característicos de la protoindustria pueden encontrarse en algunas zonas en la Edad Media: ¿podrían relacionarse con la industrialización moderna? También se ven desajustes entre la dimensión regional aceptada en el modelo y su extensión real, que en unos casos desbordaba y en otros era más reducida que la región geográfica. Además, el verlagsystem, como sabemos, no se limitaba al mundo rural ni los bajos salarios agrarios fueron el único factor que atrajo la industria al campo; los sistemas de herencia y el tamaño de las explotaciones agrarias, la intensidad del control señorial, la disponibilidad de materias primas, la posibilidad de usar energía hidráulica, la proximidad de tierras libres, entre otros factores, también condicionaron la extensión de la industria rural, señalará D. C. Coleman para el caso inglés.
Parece, además, olvidarse la contribución a la industrialización de sectores -minería, papelería, molinería, etc.- distintos al textil y ciertas ramas de la metalurgia en los que se centraron los estudios sobre la protoindustria. Y los casos en que las tensiones provocadas por el desarrollo de la industria rural desembocaron en la industrialización -Lancashire, Yorkshire, Lille, Alsacia, Renania, Sajonia- se contrarrestan con muchos otros West Country, East Anglia, Ulster, Bretaña, Silesia, Languedoc, Flandes, Bohemia- en que la evolución fue la contraria: la desindustrialización (término, por cierto, también discutido: ¿no habría que decir más bien desprotoindustrialización?). La posibilidad de que se produjera esta dicotomía, ciertamente, fue incorporada al modelo por P. Kriedte y sus colaboradores. Ahora bien, la explicación requerida por cada uno de estos casos es compleja y no parece haber elementos que permitan aventurar, a priori, cuál sería el destino final de cada uno de ellos, lo que cuestiona su inclusión en un modelo común. Y dicha generalización tampoco se consigue invocando las ventajas comparativas entre regiones (la especialización regional agraria o industrial se explicaría en función de la idoneidad de las condiciones naturales de cada una para las diversas actividades) ni, mucho menos, por factores extraeconómicos, como la pervivencia o sustitución de los valores tradicionales del campesino, ajenos a la lógica del mercado (que, además, no estaba totalmente ausente de la mentalidad tradicional; habría que aclarar, en cualquier caso, por qué en unos casos pervivió aquélla y en otros se sustituyó por la nueva mentalidad). Finalmente, Maxine Berg ha criticado la orientación excesivamente evolutiva y genética en las explicaciones de los orígenes de la industrialización. Se tiende a ver, dirá, la factoría centralizada como el modelo al que casi necesariamente se encaminan las otras formas de organización, meros antecedentes de aquélla, cuando la característica esencial, desde el punto de vista organizativo de la industria en el siglo XVIII, habría sido precisamente el polimorfismo, la coexistencia, incluso en el seno del mismo ramo, de diversas formas de organización, desde las diversas modalidades del putting out system hasta la empresa fabril, pasando por formas de producción artesanal más tradicionales y por agrupaciones cooperativas de varios artesanos: la elección entre uno u otro dependería de multitud de factores entre los que destacaría la eficacia productiva y los costes. En definitiva, el modelo protoindustrial constituiría una fase posible, pero no necesariamente general, en el desarrollo industrial de Europa.